Incertidumbre

abril 14, 2018

“¿Qué vas a hacer cuando termines?”

No recuerdo cuántas veces escuché esa pregunta durante el tiempo en que me dedicaba a realizar mi preparación como científico, pero fueron muchas. La parte de la pregunta que más me confundía era el “cuando termines”. ¿Cuando termine qué?, me preguntaba internamente.

En la mayoría de los casos quien preguntaba se refería a “estudiar” y quería saber en qué iba a “trabajar”. Yo no entendía. Me encontraba realizando el doctorado, que consiste en el entrenamiento formal para hacer investigación científica, y para mí eso precisamente era mi trabajo en ese momento. Posteriormente, aunque no sabía con certeza ni dónde ni cuándo, yo sobreentendía que mi labor continuaría en el ámbito académico, incorporándome a alguna universidad o centro de investigación, pero que determinar dónde y cuándo no era algo que pudiera – ni debiera – hacer mientras no conseguía aún el mínimo de formación para luego participar en alguna convocatoria y poder tener un primer empleo formal (temporal) como postdoc y eventualmente una posición permanente en alguna universidad. Así era donde yo me encontraba en ese momento y, como es un sistema exitoso, pensé que así (o algo muy similar) sucedía en la mayoría de los lugares. De hecho, era común que las personas que tenían problemas para luego conseguir avanzar en ese esquema (y que eran exitosas en términos de su nivel, no me refiero a quienes tenían un desempeño mediano o bajo), eran normalmente quienes tenían o imponían restricciones en sus intereses: querer encontrar trabajo en una región particular del mundo, en una universidad en específico, o en cierto tipo de universidad.

Poco tiempo después, debido a que me interesé en regresar a México, empecé a conocer el sistema que imperaba en nuestras universidades (con algunos de sus ingredientes aún presentes en este momento). El sistema existente era – naturalmente – el producto de una serie de factores relacionados al origen de las universidades, las leyes de trabajo y los famosísimos “usos y costumbres”. Algunos de esos factores ayudaron al desarrollo de las instituciones y lograron que pequeñas escuelas originalmente encargadas de solo generar profesionistas en algunas áreas clave, con el tiempo se fueran sofisticando y convirtiendo en verdaderas instituciones universitarias. Sin embargo, algunos otros factores, con tintes de tradición y quizás un poco de confort, atentaban contra el crecimiento y la calidad de las mismas. Uno de los más importantes consistía en la habilitación (y definición) de docentes universitarios.

Durante muchos años, el camino “típico” que seguía una persona en el ambiente universitario consistía en terminar sus estudios de nivel licenciatura e intentar “dar unas clases” o “unas horas” en el mismo programa del cual se había graduado. Esto se fundamenta desde la perspectiva de que alguien que haya culminado una carrera podría estar en condiciones de “enseñar” lo que aprendió a las personas que vienen atrás. Esto tiene lógica, y en efecto funcionó durante mucho tiempo, sin embargo, conforme las instituciones fueron creciendo y madurando al punto de empezar ellas mismas a ser generadoras de conocimiento y por lo tanto universidades en el contexto moderno, se vio la necesidad de que las personas se prepararan a niveles más altos y obtuvieran las habilidades para una docencia más sofisticada y para producir conocimiento.

Ahora era necesario prepararse más. Para quienes se encontraban con familiaridad en el esquema anterior, esto significaba intentar “agarrar unas horas”, para luego “seguir estudiando”. Así, muchas personas conseguían un empleo en las universidades y luego continuaban con su formación. De alguna manera primero se “aseguraban” de tener un empleo, y luego se preparaban. Existe de todo en este esquema, pero algo que sucede con bastante frecuencia es que los posgrados realizados bajo este esquema no “rinden igual”. De manera sucinta y sin mucho rodeo: si en un doctorado no se dedica el 100% del tiempo, probablemente no es muy bueno.

Cuando empieza a surgir el fenómeno de que existen personas que deciden primero formarse y luego buscar la oportunidad en una universidad, se empieza a generar un poco de confusión al interior de nuestras instituciones. De repente, personas que nunca estuvieron asociadas a una universidad, participan en convocatorias de plazas y llegan ya formadas con el más alto nivel (que en otros lugares es el mínimo necesario para poder ingresar a las universidades). Durante su preparación, aún cuando pudieron haber tenido la intención de trabajar en algún lugar específico, no sabían dónde exactamente encontrarían un trabajo permanente. Para quienes esperaban adquirir una plaza por haber seguido el camino “viejo” y simplemente tener antigüedad, les sorprendía que alguien de repente llegara “sin haber hecho nada” y ganado el concurso. Claro que era difícil entender que no era verdad que no había “hecho nada” sino que había hecho mucho, mucho más de lo que pudiera imaginarse, solo que no lo había hecho en ese lugar. Este tipo de confusiones, aunados a veces al confort, la resistencia al cambio, y muchas veces a mediocridad, han generado toda una serie de interesantes anécdotas a lo largo de las últimas décadas y a lo largo y ancho del país. Ojalá alguien que lea esto y quiera compartir su experiencia lo haga en los comentarios.

Muchas de estas anécdotas resultan ser difíciles para quienes se forman bien primero, y luego intentan conseguir un trabajo. Y aún así, para quienes se forman y compiten en sistemas abiertos, esta situación de no estar – ni intentar estar – vinculado a una institución cuando aún no se tiene la formación, que seguramente se puede describir como de incertidumbre, es la cosa más normal, es más, es un ingrediente esencial para que el proceso de crecimiento y desarrollo universitario pueda ser limpio y transparente.


Ruido

abril 12, 2018

Vivimos inmersos en una capa de aire conformada prácticamente por nitrógeno y oxígeno (mucho más nitrógeno) llamada atmósfera o “aire” que permea todo nuestro alrededor. Cuando “tronamos los dedos” generamos una deformación en esa capa – la “pellizcamos” – que se transmite a través de una “onda sonora”. Al propagarse “la onda” llega al interior de nuestros oídos y hace vibrar al tímpano, lo que produce señales eléctricas que el cerebro procesa e identifica con el “sonido”. Si no hubiese aire no escucharíamos nada.

El “aire” está constantemente siendo perturbado de muchas maneras: pájaros volando, perros ladrando, coches viajado, ventiladores girando, etc. Todos esos sonidos se juntan y producen un “ruido de fondo” que nuestro cerebro “cancela” (no interpreta) y eso permite que, cuando nos hable una persona y nos lleguen las vibraciones producidas por sus cuerdas vocales, logremos identificar las palabras sin confundirlas con todos los “ruidos” adicionales. Es una habilidad muy interesante y fantástica de nuestro cerebro. Claro que funciona siempre y cuando la intensidad del sonido que nos interesa sea mayor que la del ruido. Una cosa es que el cerebro pueda dejar de interpretar las fuentes que conforman el ruido y otra es que pueda “escuchar” un sonido muy tenue en medio de una algarabía.

Existen otro tipo de perturbaciones u ondas que no tienen que ver con el sonido. Unas familiares son las que se generan en un lago cuando lanzamos una piedra. Hay otras muy cotidianas que llevan el nombre de “ondas electromagnéticas” que están asociadas a los campos magnéticos y eléctricos que existen en la naturaleza. Son tan comunes que vemos gracias a ellas: la luz es una onda electromagnética.

Al entenderlas, hemos sido capaces de utilizarlas en un sin fin de maneras. Una es a través de las telecomunicaciones, desde la invención de la radio y la televisión, hasta los dispositivos actuales. Todos los sistemas de comunicación con ondas electromagnéticas requieren de receptores (antenas) que logren transferirlas a señales eléctricas que luego aparatos electrónicos y/o electromecánicos traduzcan en sonidos e imágenes. Al igual que con las ondas de sonido, existen un sinnúmero de ondas electromagnéticas a nuestro alrededor y los dispositivos electrónicos deben ser capaces de distinguir el “ruido” de la señal verdadera que nos interesa.

Un área de desarrollo tecnológico importante es la asociada a “reducir el ruido” en los dispositivos para poder detectar señales cada vez más débiles. En el actualidad existen dispositivos con una capacidad asombrosa de reducción de ruido, sin embargo, cuando nos preguntamos si se puede llegar a reducir el ruido por completo, chocamos con un límite que nos dice que hay un ruido mínimo imposible de controlar (tiene que ver con el movimiento intrínseco de las partículas que componen los dispositivos). A ese ruido se le conoce como ”ruido cuántico” y vencerlo, es decir, tratar de llegar lo más cerca de él, es la motivación de varias áreas de estudio. Entre más nos podamos acercarnos a “solo” tener ese ruido, nuestra tecnología podrá ser más rápida y más pequeña.

El adjetivo “cuántico” a veces genera estupefacción y misterio, ya que mucha charlatanería utiliza ese adjetivo para sonar “sexy”.  Hace poco más de un mes, junto con mis colegas Ricardo Sáenz y César Terrero, iniciamos un programa de radio para discutir sobre las locuras que a veces navegan por los medios y redes sociales  con la intención de poner un poco de orden. No lo lograremos, pero nos estamos divirtiendo de lo lindo. Les invito a que nos escuchen a través de las ondas sonoras generadas en las bocinas de sus dispositivos, que recibieron las ondas electromagnéticas emitidas por las antenas de Universo 94.4FM, en “El ruido cuántico de la radio”, todos los jueves a las 20:00 horas (menos en vacaciones).


Lo mismo de siempre

abril 11, 2018

Hemos estado llevando a cabo varias actividades para promocionar la ciencia en jóvenes colimenses. Talleres, concursos, charlas, las actividades formales del Instituto Heisenberg, visitas a bachilleratos, etc. Nuestra intención principal es tratar de aportar nuestro granito de arena para intentar contribuir a resolver un par de problemas muy severos en la educación superior de nuestro país. Estos problemas consisten en que, aun cuando cada vez hay más personas estudiando, la matrícula no se diversifica. La gran mayoría de jóvenes (y sus familias) quiere estudiar las carreras “tradicionales” que conocen y consideran buenas, aun cuando desde hace bastante tiempo ya no cuentan con suficiente empleabilidad ni esperanza económica (que además es uno de los supuestos factores que toman en cuenta, obviamente de manera errónea), y el otro que consiste en que tenemos un inmenso y abrumador déficit de personas altamente capacitadas en áreas técnicas y científicas. Esto es importante ya que tiene una consecuencia inmediata en el desarrollo social y económico del país. Sí, social también.

Queremos acercar jóvenes con aptitudes e intereses científicos a la oportunidad de dedicarse a la ciencia. Jóvenes que, de alguna manera, sienten una atracción por el conocimiento y la naturaleza, pero que quizá no han contemplado una vida dentro de la ciencia, ya sea por no saber cómo es el quehacer científico, o peor aún, por tener una idea equivocada de lo que es. Recuerdo, por ejemplo, cuando era estudiante de bachillerato (ya llovió) que ni idea tenía de que era posible estudiar una carrera científica, mucho menos sabía en qué consistía una vida como científico. No conocía a nadie que se dedicara a eso; me parecía algo totalmente ajeno a mi entorno y a mi vida. Cuando pensaba en un científico, me imaginaba personas (hombres) superdotadas y únicamente de países extremadamente avanzados. Nada que ver.

Y no sólo es importante mostrar esas oportunidades a nuestra juventud, es indispensable también informar y enamorar a las madres y padres de familia. No se imaginan (bueno, sí) la clase de miradas, contorsiones faciales, señas, espasmos y palpitaciones que sufren y manifiestan muchas de nuestras madres y padres cuando escuchan a una de sus hijas decir “Mamá, papá, me gustaría ser astrónoma”, o “Papá, quiero ser matemática”.

Nos ha tocado escuchar todo tipo de respuestas y preocupaciones por parte de las familias que se han visto “afectadas” por tan terrible situación. Claro que después de explicarles que en realidad son familias afortunadas de tener una hija que quiera dedicarse a una de las carreras más importantes, útiles y necesarias para el futuro del país, les cambia la mirada y se sienten un poco mejor. Obvio que no todos aceptan con la misma gracia que, por ejemplo, para poder convertirse en científicas será bastante probable (y de hecho recomendable) que, durante su formación, la cual involucra no solo una carrera universitaria (léase licenciatura), sino un doctorado, tengan que irse a vivir a otro lugar, posiblemente otro país. Para algunas madres y padres de familia eso les quita la fortuna. Pero aparte de esto, sí es posible mostrarles que de hecho deben sentirse inmensamente orgullosos y apoyar la decisión de sus hijas.

¿Dónde trabaja un científico? ¿De qué vive una investigadora? ¿Qué hacen los matemáticos? Si las maestras y maestros que nos dan clases de matemáticas no son matemáticos, entonces ¿qué es un matemático? Si te gustaría indagar la respuesta a estas y otras preguntas relacionadas, entonces te invitamos a que te acerques a la facultad de ciencias y a las actividades de difusión que realizamos.

 


En el frente de guerra

abril 9, 2018

Respetamos y cuidamos lo que admiramos. A veces también lo que entendemos y, ¿por qué no?, lo que nos hace sentir bien.

Uno esperaría, quizás ingenuamente, que el arte y la ciencia fuesen apreciadas, respetadas, promovidas y admiradas por la mayoría de las personas. Al menos yo eso espero de una civilización en la que una parte considerable de la población recibe una educación básica a nivel medio superior (como sucede en la actualidad, que aún con muchas personas sin oportunidad de estudiar, en términos históricos vivimos el momento en que más personas tenemos esa oportunidad).  Es decir, para mí (ingenuo), el objetivo fundamental de la educación consiste en lograr la incorporación de un entendimiento (y por ende apreciación) general de lo realizado por el ser humano, que es lo que define la realidad social y el contexto en el que vivimos, incluyendo de manera prioritaria las bases que dan sustento y sostienen ese entendimiento, así como los elementos básicos que permitan su modificación, extensión y posible utilización. El compartir la riqueza cultural generada por el ser humano en su intento por explorarse a sí mismo y a su entorno, que además define lo que somos como sociedad y que permite a los “que vienen” no solo a contribuir a su cambio y futura exploración sino también, de manera pragmática y concreta, a integrarse productivamente al desarrollo minucioso del día a día (entiéndase el sector productivo en general).

Si esta expectativa fuese correcta podríamos concluir que estamos ante un fuerte fracaso en la educación.

No puedo en este momento abarcar demasiado sobre la problemática, quizás casi nada, así que me enfocaré en algo muy concreto. Me disculpo de antemano porque será insuficiente y no servirá de mucho. A mí me sirve un poco, casi como un pequeño berrinche o una manifestación de angustia que necesito emitir. Voy a insistir en la idea sobre la finalidad de la educación expresada arriba. Tomándola como verdadera, y enfocando a nivel medio superior, lo primero que deduzco es la increíble importancia del papel que juegan quienes enseñan. No puedo exagerar – en mi visión – la importancia del rol que juegan las personas que tienen esa responsabilidad. En el contexto de la ciencia (otra vez, muy particular) son esas personas quienes representan nuestra esperanza; ellas son quienes están en el frente de guerra contra la pseudociencia, el fraude y la irresponsabilidad. Son quienes cargan con la inmensa responsabilidad de que la sociedad, en su conjunto, comprenda el esquema general de las cosas en el contexto actual (no poca cosa). Es ahí donde – independientemente de las disciplinas a las que nos dediquemos posteriormente – aprendemos sobre nuestro mundo y nuestro impacto como civilización. Es donde deberíamos terminar enamorados del ser humano. Sin embargo, entre las prisas y los problemas de momento, por cierto muchos de ellos originados precisamente por falta de una educación sólida y robusta (bella, agradable, encantadora, accesible), los esquemas actuales han puesto a la figura del docente en el peldaño más bajo, casi insignificante. Es un error garrafal y espero que pronto, mucho más de lo que me temo sucederá, rectifiquemos ese camino.

Desde hace ya algo de tiempo, en nuestro país (no solo, desgraciadamente), el frente de guerra está desvalido. Necesita una reestructuración impresionante que vaya desde las condiciones laborales hasta las de conocimiento disciplinar, que desemboque en una dignificación social de la profesión. En la actualidad pareciera simplemente aceptarse que quien enseña no sabe hacerlo, carece de conocimientos y sirve solo para llenar formatos utilizados para “sustentar” programas y proyectos diseñados por personas que simulan seguir procesos de investigación y/o para mejorar indicadores “a la fuerza”. Las consecuencias ya se sienten.