“¿Qué vas a hacer cuando termines?”
No recuerdo cuántas veces escuché esa pregunta durante el tiempo en que me dedicaba a realizar mi preparación como científico, pero fueron muchas. La parte de la pregunta que más me confundía era el “cuando termines”. ¿Cuando termine qué?, me preguntaba internamente.
En la mayoría de los casos quien preguntaba se refería a “estudiar” y quería saber en qué iba a “trabajar”. Yo no entendía. Me encontraba realizando el doctorado, que consiste en el entrenamiento formal para hacer investigación científica, y para mí eso precisamente era mi trabajo en ese momento. Posteriormente, aunque no sabía con certeza ni dónde ni cuándo, yo sobreentendía que mi labor continuaría en el ámbito académico, incorporándome a alguna universidad o centro de investigación, pero que determinar dónde y cuándo no era algo que pudiera – ni debiera – hacer mientras no conseguía aún el «mínimo de formación» para luego participar en alguna convocatoria y poder tener un primer empleo formal (temporal) como postdoc y eventualmente una posición permanente en alguna universidad. Así era donde yo me encontraba en ese momento y, como es un sistema exitoso, pensé que así (o algo muy similar) sucedía en la mayoría de los lugares.
Poco tiempo después decidí regresar a México y empecé a conocer el sistema que imperaba en nuestras universidades. El sistema era – naturalmente – producto de una serie de factores relacionados al origen de las universidades, las leyes de trabajo y los famosísimos “usos y costumbres”. Algunos factores ayudaron al desarrollo y lograron que escuelas encargadas de solo generar profesionistas en algunas áreas clave con el tiempo se fueran sofisticando y convirtiendo en verdaderas instituciones universitarias. Sin embargo, otros, con tintes de tradición y quizás un poco de confort, atentaban contra el crecimiento y la calidad de las mismas. Uno de los más importantes consistía en la habilitación (y definición) de docentes universitarios.
Durante muchos años, el camino “típico” consistía en concluir estudios de licenciatura e intentar “dar unas clases” o “unas horas” en el mismo programa del cual se había graduado. Esto se fundamenta desde la perspectiva de que si se «terminó» la carrera, entonces se puede “enseñar” lo que se aprendió. Funcionó durante mucho tiempo, sin embargo, conforme las instituciones maduraron al punto de empezar a ser generadoras de conocimiento y por lo tanto universidades en el contexto moderno, se dio la necesidad de que las personas se prepararan a niveles más altos y obtuvieran las habilidades para una docencia más sofisticada asociada a producir conocimiento.
Ahora era necesario prepararse más. Para quienes conocían el esquema anterior esto significaba intentar “agarrar unas horas” para luego “seguir estudiando”. Así, muchas personas conseguían empleo en las universidades y luego continuaban con su formación. De alguna manera primero se “aseguraban” de tener algo «seguro», y luego se preparaban. Existe de todo en este esquema, pero algo que sucede con bastante frecuencia es que los posgrados realizados bajo este esquema no “rinden igual”. De manera sucinta y sin mucho rodeo: si en un doctorado no se dedica el 100% del tiempo, probablemente no es muy bueno.
Cuando empieza a surgir el fenómeno de que existen personas que deciden primero formarse y luego buscar la oportunidad en una universidad, se empieza a generar un poco de confusión al interior de nuestras instituciones. De repente, personas que nunca estuvieron asociadas a una universidad, participan en convocatorias de plazas y llegan ya formadas con el más alto nivel (que en otros lugares es el mínimo necesario). Durante su preparación, aún cuando pudieron haber tenido la intención de trabajar en algún lugar específico, no sabían dónde exactamente encontrarían un trabajo permanente. Para quienes esperaban adquirir una plaza por haber seguido el camino “viejo” y simplemente tener antigüedad, les sorprendía que alguien de repente llegara “sin haber hecho nada” y ganado el concurso. Claro que era difícil entender que no era verdad que no había “hecho nada” sino que había hecho mucho, mucho más de lo que pudiera imaginarse, solo que no lo había hecho con un «lugar» asegurado. Este tipo de confusiones, aunados a veces al confort, la resistencia al cambio, y muchas veces a mediocridad, han generado toda una serie de interesantes anécdotas a lo largo de las últimas décadas y a lo largo y ancho del país. Ojalá alguien que lea esto y quiera compartir su experiencia lo haga en los comentarios a esta entrada.
Muchas de estas anécdotas resultan ser difíciles para quienes se forman bien primero, y luego intentan conseguir un trabajo. Y aún así, para quienes se forman y compiten en sistemas abiertos, esta situación de no estar – ni intentar estar – vinculado a una institución cuando aún no se tiene la formación, que seguramente se puede describir como de «incertidumbre», es la cosa más normal, es más, es un ingrediente esencial para que el proceso de crecimiento y desarrollo universitario pueda ser limpio y transparente.