El papel que ha jugado el gobierno mexicano en las últimas décadas con respecto a la ciencia ha sido malo. Durante años se ha dejado de lado uno de los ingredientes más importantes para el desarrollo social y económico del país. Gran parte de la estructura sobre la que funciona la sociedad, está íntimamente asociada al conocimiento científico, independientemente de si usted y yo lo sabemos, comprendemos o creemos. El hecho de que ese conocimiento no se haya obtenido en nuestro país y, además, esté aparentemente alejado de nuestra vida (que no, pero puede parecerle a usted), es irrelevante. Irrelevante para lo que podamos creer, es extremadamente relevante para poder explicar por qué no podemos desarrollarnos.
Durante años, una incompetencia generalizada y bañada de corrupción, en todos los niveles, ha dejado un legado nefasto que resumo en dos cosas esenciales (no son las únicas, pero son muy importantes para todo lo demás): una educación general paupérrima y una ciencia endeble.
Si nos enfocamos a los años más recientes, los de los últimos sexenios, vemos que la ciencia era un área más de simulación. La comunidad científica seria hacía lo que podía con muy poco, con casi nada (e hizo mucho, compitiendo en una arena dispareja en donde personas de otros países contaron con una infraestructura robusta. Aún así, México generó algo de ciencia de ESE nivel). Por otro lado, lo que sonaba con ahínco y estupor, era la enorme necesidad de que nuestro país y «nuestra ciencia», dejara su «zona de confort» y se metiera a hacer desarrollos tecnológicos, «patentes». Con insistencia nos decían, de muchas maneras, que dejásemos de publicar cosas que «para nada sirven» y mejor, nos volviésemos los súper líderes del emprendimiento y lleváramos a cabo proyectos que devinieran en «patentes» y mucho, mucho, pero mucho dinero con su comercialización. «Ya saben, como Japón». Eso era lo que necesitábamos, eso pedían los indicadores. «¿A quién le importa saber qué hay allá en las estrellas, o la biodiversidad?, ¿a quién? No, necesitamos tecnología, patentes, y rápido». Así, con esas elocuentes frases e intenciones, no solo se limitó el apoyo para las actividades científicas serias, sino que se desperdiciaron cantidades importantes en pseudo-proyectos tecnológicos propuestos por un sin fin de audaces emprendedores que se jactaban de no publicar «artículos inútiles». No, ellos sí transformarían al país con sus inventos tecnológicos, en donde casi siempre, se trataba de alguna aplicación programática (es lo único que muchas personas entienden por desarrollo tecnológico). Era tan nefasta la situación que cuando surgían proyectos tecnológicos verdaderamente sustentados, y que por ende no resultaban «espectaculares» a los ojos de los responsables tomadores de decisiones, era prácticamente imposible ganar los fondos, y si se ganaban, eran montos discretos, por decir lo menos. No, lo que importaba era tener ideas rimbombantes (ridículas muchas de ellas), y, sobre todo, estar conectado con las personas adecuadas. El tráfico de influencias era pan de cada día.
En este camino se sacrificó a la ciencia básica. Para que vea la trascendencia de este último enunciado considere lo siguiente: La ciencia básica es lo más importante de la ciencia. ¿Qué es? Es la que explora lo desconocido. Su propósito es aprender más sobre la naturaleza, en todas sus manifestaciones. ¡No se sabe qué encontrará y siempre rinde frutos! Sin ella, NO hay ciencia.
Y así llegó el nuevo gobierno. No es novedad que un porcentaje significativo de la comunidad científica apoyó al actual presidente, no solo en las urnas, sino incluso durante su campaña. Se esperaba que un cambio político, con fuertes matices de cambio social, pudieran ser un escenario más favorable para que, ahora sí, finalmente, la ciencia, esa que se hace con fundamentos y con el mayor nivel y rigor posible, pudiera sentarse como uno de los pilares para la construcción del futuro. Sin embargo, rápido se empezó a ver que, en efecto, la ciencia no solo no es importante en la concepción de país al que parece quieren llegar, sino que, por alguna razón, la ciencia es mala para el pueblo (en realidad para sus intenciones). Claro que todo, a final de cuentas, es palabrería, pero es palabrería que daña. El vulnerable camino que la comunidad científica mexicana ha logrado construir, a pesar de las condiciones adversas en que siempre ha estado, es fácil de derrumbar.
Para contextualizar en términos de una comparación con el pasado, la situación actual, que está tratando de imponerse, es la siguiente: el «emprendedor» de los años anteriores se está convirtiendo en el «activista». Ambos escritos entre comillas porque se trata de emprendedores y activistas sin fundamento. Ambos tratando de aprovechar el momento para su beneficio económico (en el caso del emprendedor solo ese) y/o ideológico. Ahora no son las «patentes», ahora son los proyectos que «de verdad» impacten a la sociedad, en donde ese «de verdad» está definido de manera arbitraria y discreta. Más grave aun es el hecho de que en la situación actual se está implantando, además, una fuerte corriente pseudocientífica, que amenaza con tener repercusiones muy fuertes en una sociedad que de partida tiene poco acercamiento y confianza en la ciencia. Esto tiene el potencial de causar daño mucho más profundo al desarrollo de nuestra comunidad científica y su impacto en la sociedad, que el «simple» deterioro financiero en el que no encontramos y al parecer seguiremos.
Desafortunadamente, la mejor arma que tienen quienes actualmente intentan implementar sus intereses en la administración de la ciencia en el país, es precisamente lo que nos tuvo sofocados y marginados en los periodos anteriores. Esos pseudo-científicos, de los que nos quejábamos constantemente, representan hoy la más clara «justificación» utilizada por quienes pretender tener la verdad. Obviamente, ante la crítica, viene la generalización: la comunidad científica es corrupta, solo quiere privilegios, se gastó los recursos del pueblo en nimiedades, etc. Esa generalización es burda, torpe, nefasta, pero útil, demasiado útil, sobre todo cuando estamos ante un contexto político general, en el que existe una «oposición» política obtusa que representa males anteriores (acrecentados y en constante preparación bajo su propio jugo – ¡qué miedo!) que solo se dedica a golpetear de manera grotesca y sin sentido. Esto hace que quienes buscan una oportunidad de contribuir a la educación y la ciencia en el país, con diversidad de opinión y método, pero siempre contrastando sus resultados con rigor y transparencia internacional, buscando que más jóvenes se formen de la mejor manera y logren contribuir realmente al conocimiento y por ende a la sociedad, se encuentren con que es una tarea innecesariamente difícil. Y, aun así, seguiremos intentando. Afortunadamente (desgraciadamente) nos hemos acostumbrado.
Motivado por esta deposición y en contraposición con la necia y maliciosa clasificación de tipos de ciencia, en la que de manera ridícula se intenta manipular a una sociedad científicamente analfabeta, diré que nuestra ciencia no es ni libre, ni neoliberal, ni mexicana. Lo único que podría más o menos aceptar es que, dadas las condiciones de antes y de hoy, a quienes nos dedicamos a la ciencia, no nos queda (como no nos quedaba) mas que hacer «ciencia por la libre».